En la aldea
03 julio 2025

Viaje a Santiago, con Isabel

Un camino a Santiago no solo es un espectáculo musical: es una experiencia transformadora, una reflexión profunda sobre la identidad, el mestizaje, la fe y el sentido del viaje humano.

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Roberto Casanova | 03 julio 2025

A los héroes civiles de hoy

I

Me sorprendió enterarme de que el espectáculo había durado cerca de cuatro horas. Asistí sin conocer de antemano el programa; solo esperaba otro de los magníficos conciertos a los que la Camerata de Caracas nos tiene acostumbrados. Pero esta vez la experiencia fue sencillamente sublime. De esas que invitan a la reflexión y despiertan el impulso de escribir para ordenar ideas e impresiones.

Lo primero que debo decir es que, en estos tiempos oscuros —tiempos de barbarie— la resistencia cultural que unos pocos sostienen adquiere un valor incalculable. Isabel Palacios, junto con los talentosos músicos y artistas que logra convocar —una auténtica constelación de talentos comprometidos—, merece nuestro más profundo agradecimiento. Y diré aún más: para quienes aún no lo sepan, Isabel Palacios es una figura excepcional. Como cantante, música, investigadora, profesora, directora y productora, ha sido durante décadas una fuente constante de creatividad, belleza, conocimiento e inspiración.

Isabel vive y persevera sin descanso, aquí mismo, entre nosotros, en esta Tierra de Gracia. Sin lugar a duda, forma parte de una auténtica élite nacional. Porque una élite —bien entendida— no se define por quienes acumulan riqueza o detentan poder, sino por quienes se exigen más a sí mismos que el resto, conscientes de que encarnan los valores esenciales que hacen posible el verdadero progreso de una nación, tanto en lo material como en lo espiritual. Isabel Palacios no es solo una figura excepcional: es también una heroína civil, como lo son tantos otros que la acompañan en su peregrinación cultural.

II

“¿Qué género es este? ¿Es una ópera? ¿Un musical?”, pregunté, consciente de las limitaciones de mi cultura musical. Pero ni mis compañeras ni compañeros —más versados en estos temas— supieron darme una respuesta definitiva. Y es que Un camino a Santiago es una obra que nos sorprendió a todos y que no se deja encasillar con facilidad.

Una sucesión de escenas tejidas con diálogos, imágenes, danzas y símbolos se entrelaza con piezas musicales sumamente diversas, provenientes de distintos tiempos y lugares. Todo ello se articula en torno a una historia sencilla, que bien podría ser la de cualquiera de los incontables peregrinos que, a lo largo de los siglos, han recorrido los caminos hacia Santiago de Compostela. Esa estructura —a la vez simple y profunda— permite enlazar con ingenio la riqueza de sus múltiples componentes artísticos.

Una promesa lleva a Juan a convertirse en peregrino, iniciando un recorrido que lo lleva desde la península ibérica hasta tierras americanas. La historia, intencionadamente desanclada de un tiempo histórico preciso —en parte por la diversidad musical que la envuelve—, parece flotar fuera del calendario. Y no lo necesita. Por momentos, da la impresión de que Juan no solo viaja por territorios físicos, sino también a través de los siglos, en su búsqueda del lugar donde finalmente podrá cumplir su promesa.

Lo que sí queda claramente expresado es el mestizaje que define a los pueblos hispanoamericanos y que constituye, de hecho, uno de los ejes centrales de la obra. La convivencia, a menudo tensa pero siempre fértil, entre cristianos, moros y judíos en la península ibérica se ve, en tierras americanas, aún más complejizada y enriquecida por la incorporación de los pueblos indígenas y las comunidades de origen africano. La fecundidad de ese intercambio cultural ha sido —y continúa siendo— un manantial inagotable de nuevas ideas, sensibilidades y expresiones artísticas. 

III

En una de las escenas iniciales, la madre de Juan, en su lecho de muerte, le transmite un mandato inapelable: debe prometer que emprenderá una peregrinación a Santiago de Compostela y que allí, en el Pórtico de la Gloria, besará el mármol. Lo que está en juego no es menor: el perdón de sus pecados y la salvación de su alma.

Los cantos interpretados por un grupo de monjes y templarios, en un sombrío escenario medieval, transmiten con intensidad el poder espiritual que la Iglesia católica ejercía en aquellos tiempos. Ante el hecho inevitable y temido de la muerte, la respuesta era categórica: esta no era el fin, pues el alma era eterna. Pero esa eternidad podía traducirse en bienaventuranza o condena, según la conducta individual y la gracia del perdón. En torno a esas dos nociones —la vida eterna y la salvación del alma— la Iglesia sostuvo durante siglos un férreo monopolio espiritual.

Y, sin embargo, a pesar de la omnipresencia del pecado y de la amenaza de la muerte, las personas, cuando podían, celebraban la vida: comían y bebían, amaban y reían, cantaban y bailaban. Juan, de hecho, formaba parte de una compañía ambulante integrada por actores, músicos y bailarines de diversos orígenes. Hasta que la noticia de la muerte de su madre —y la promesa que esta le impone— transforma su vida de manera irreversible. Condicionado por el peso de las creencias y los valores de su tiempo y lugar, emprende entonces su peregrinación.

IV

El segundo acto se inicia con la imagen de un naufragio, base de otra escena que deseo comentar. Juan se ha embarcado, persuadido por alguien de que navegar era la vía más segura para llegar a Santiago. Sin embargo, el barco en el que viaja ha naufragado. La magia de la iluminación envuelve la escena en tonalidades grises, como si todo ocurriera sumido en una atmósfera de bruma y desolación. Los cantantes, tendidos y exhaustos, interpretan sus piezas como náufragos recién expulsados del mar, medio ahogados. El efecto es impresionante.

Sobrevivir a un naufragio encierra también una poderosa carga simbólica. Se asocia a menudo con la fragilidad humana y con el colapso de nuestras certezas en un océano insondable; pero también representa —no sin riesgo— la promesa de un nuevo comienzo en una tierra desconocida. Es el abismo y el renacimiento. Una prueba iniciática presente en todo viaje heroico. 

Poco después, Juan descubre que ha llegado a un lugar llamado Santiago. Pero no se trata de la ciudad que anhelaba, sino de uno de los muchos asentamientos en América que comparten ese nombre. Entonces se revela ante el espectador uno de los sentidos más hondos de la travesía de Juan: no hay un único Santiago. Cualquiera de ellos puede convertirse en el destino que un peregrino necesita alcanzar. Mas Juan es incapaz de comprenderlo. Para él, el verdadero Santiago sigue siendo un lugar remoto, cargado de promesa y redención. 

V

En las tierras americanas, la evolución cultural de Occidente se enriqueció de múltiples maneras, y la obra ofrece ejemplos espléndidos de la fecundidad de ese mestizaje. Un mestizaje que prolonga y amplifica el que, a lo largo de los siglos, floreció en la península ibérica, impulsado —entre otros factores— por la red de rutas que confluían en Santiago.

En una escena maravillosa, piezas musicales de diversos orígenes y tradiciones se suceden para entrelazarse, sin ruptura, en una melodía nueva. Nuestro entrañable polo margariteño emerge así —de forma inesperada para muchos— como fruto de la fusión sonora entre herencias múltiples. En tiempos de necios nacionalismos, esta experiencia artística nos instruye, sin necesidad de palabras, sobre el poder creador del contacto cultural, sin el cual no sería posible el verdadero progreso humano.

Otro ejemplo se refiere a la figura con forma de águila harpía que, en el primer acto, anuncia a Juan que su viaje durará tres meses y lo conducirá a una tierra exuberante y generosa. Juan, inquieto, pregunta si en tan poco tiempo logrará cumplir su promesa: besar el mármol en nombre de su madre. Pero el ave responde con una pregunta, desafiando su motivación: “¿Por qué quieres besar el mármol?” Al final de la obra, la águila harpía reaparece y, en una suerte de transmigración, entrega su rostro a Juan, quien ha abandonado América sin que se sepa si ha llegado o no a su destino.

Estos episodios están colmados de simbolismo. En el milenario Pórtico de la Gloria, un águila representa a San Juan Evangelista: no una harpía —especie desconocida para los europeos medievales—, sino, probablemente, un águila real del Viejo Mundo. En la obra, sin embargo, esa figura pétrea cobra vida. La escultura se transmuta en criatura palpitante e inquietante, dando lugar a una relectura americana del símbolo medieval: no como repetición reverente de una tradición, sino como fuerza renovadora que interpela la fe heredada y abre paso a una forma distinta de redención, gestada en esta tierra nueva. Y eso, quizá, es lo que Juan vive.

VI

En la obra, el ambiente de las costas caribeñas está impregnado de vitalidad y sensualidad, nutrido en parte por la influencia indígena, pero sobre todo por la huella africana. Los diálogos, las canciones y los bailes parecen disipar la sombra de la muerte y la carga de la culpa. 

En otra escena clave, varios cantantes entonan, uno tras otro, hermosísimas melodías dedicadas a un recién nacido. Se suceden piezas en distintos idiomas y tradiciones culturales que, a pesar de su diversidad, convergen en una sola afirmación: la celebración de una nueva vida. En ese instante de acogida amorosa, por parte de variadas y afectuosas nanas, la muerte y el pecado simplemente no tienen cabida.

La religión católica —que, para muchos, basa el sentido de esta vida en la promesa de la otra, eterna— aparece aquí representada entonces en escenas de pura inmanencia: la sacralidad ya no se proyecta hacia el más allá, sino que se revela en el asombro inmediato de los vínculos humanos y del nacimiento. Es, quizás, una forma distinta de experimentar lo religioso: aquella que nace de la experiencia compartida, de la re-ligación, del comprender que el Reino de Dios se manifiesta allí donde dos o más personas se vinculan a través del amor.

Pero Juan no logró desprenderse en ningún momento de su visión del mundo. Permaneció ajeno al deseo y al afecto que lo rodeaban. Su mente y su alma siguieron anclados a una promesa, a la esperanza de la otra vida y al mármol de un monumento que debía besar en una ciudad lejana, al otro lado del mar. Y, sin embargo, su transformación en águila harpía —criatura turbadora, cargada de ambigüedad— nos deja abierta la pregunta de si, en el fondo, llegó a comprender el significado profundo de su peregrinar.

VII

Un camino a Santiagonos revela —o al menos así lo pienso— el verdadero sentido de toda peregrinación: no consiste en alcanzar un sitio geográfico, sino en emprender un viaje interior hacia una vida posible, fundada en el amor fraterno. No se trata tanto de llegar, como de transformarse en el trayecto. Al final, no importa de dónde se viene ni hacia dónde se va, como canta uno de los personajes hacia el cierre de la obra. Hay, en apariencia, muchas rutas que llevan a Santiago. Pero, en el fondo, solo hay una: la que conduce hacia adentro, hacia ese lugar íntimo desde el cual podemos abrazar la plenitud de la existencia compartida.

Escrito en Santiago de León de Caracas, a los treinta días del mes de junio del año dos mil veinticinco.

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La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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